Jugando a vivir

2/07/2006

De ida y vuelta

Aprovechando el “puente”, el fin de semana pasado nos fuimos a la cuatro veces heroica ciudad de Martínez de la Torre, a los que no saben la razón del heroísmo de esta pequeña ciudad de apenas 250,000 habitantes, déjenme contarles que aunque nunca ha defendido una invasión o ganado alguna batalla importante, ha soportado el embate de la naturaleza en cuatro ocasiones: severas inundaciones que han dejado incomunicada e inhabilitada a la ciudad, y aún sigue en pie.
El sábado una vez terminada su clase, pasé por Gwendy y nos pusimos en camino. Contrario a lo esperado la carretera no estaba tan llena como podría esperarse, incluso cerca de Cuautla nos dimos tiempo de comprar un par de ramos de flores de singular colorido para mi madre y mi abuelita. Al anochecer llegamos al rancho y los primeros en salir a recibirnos fueron Rocky y Domingo, haciendo un gran alboroto, como si sus ladridos fueran capaces de disimular su inofensiva apariencia; un par de poodle’s causan todo excepto miedo. El camino fue largo así que lo primero después de saludar a la familia fue devorar todo lo que mi madre nos puso en la mesa; literalmente como niños de hospicio. Enseguida me pusieron al tanto de todas las nuevas noticias de la familia: que si fulanita nació, que si sutanito se casó, que si perenganita ya enviudó, cosas así.
Extrañamente hacía bastante frío, así que tuve que olvidar la idea de dormir en hamaca y me acomodé en uno de los sillones de la sala. Estaba rendido por el cansancio y aunque de entrada el sillón no se veía muy cómodo, solo fue cosa de poner la cabeza en la almohada y en menos de 2 minutos: ¡a soñar se ha dicho!
Al día siguiente, temprano, muy temprano, a las 8:00 de la madrugada, cuando por ser domingo solo los animalitos de la creación están despiertos: ¡a levantarse de la cama para ir a misa!, cabe aclarar que esta es una costumbre familiar, una especie de rito de los domingos: ir a misa para después ir a desayunar, aunque esta vez más que nunca me pregunté de donde salió semejante costumbre. Y que conste que no me quejo, lo hago con mucho gusto, no veo muy seguido a mi familia y no viajé tanto para encerrarme a dormir, además me la paso muy bien, claro, una vez que logro despertarme.
A medio día fuimos a comer, mi papá invitó los mariscos para celebrar que a mi madre la ascendieron de categoría en su trabajo; ella es maestra de primaria y aún después de treinta y cuatro años de servicio aún sigue preparándose, presentando exámenes y asistiendo a cursos; con todo y que su rodilla está un poco chuequita; este año consiguió el número de puntos requeridos para el ascenso y no es la primer vez; siempre la he admirado por eso, aunque más que admirable considero el haber lidiado durante ese mismo número de años con grupos de primer y segundo grado, ¡ah!, y además haciéndolo con gusto.
Comimos rico y definitivamente pasamos un rato muy agradable platicando y riendo. Últimamente he descubierto la razón de que mi hermana y yo podamos llevarnos tan bien con papá y mamá: todo se reduce a que nos tratan con respeto, como a personas adultas (aunque no lo somos tanto), escuchando lo que decimos sin imponer sus propias opiniones y sin descartar las nuestras por faltarnos experiencia. No nos tratan como si fuéramos compadres o camaradas de la escuela, solo son un par de personas que han aprendido a divertirse con las ocurrencias de las pulgas saltarinas que han tenido por hijos.
El lunes había que regresar, pero antes pasamos a visitar a mi abuelita, últimamente no se ha sentido muy bien y la visita de sus nietos siempre es motivo de alegría para ella. Ayer mientras regresábamos a Cuernavaca, Gwendy y yo descubrimos que los abuelos no cuentan las mismas cosas varias veces por tener mala memoria, lo hacen porque su sensibilidad es tan frágil que cada vez que lo cuentan les causa la misma alegría que cuando la primera vez.Hoy estamos de regreso en Cuernavaca, con la esperanza de verlos pronto y gozar nuevamente de enorme placer de su compañía.